noviembre 21, 2010

Historia de una mariposa y una araña.

Un día de primavera, un día rico de luz y de colores, de esos en que, viéndolo todo envejecerse a nuestro alrededor, nos admira que nunca se envejezca el mundo, estaba yo sentado en una piedra a la entrada de un pueblecito. Me ocupaba, al parecer, en copiar una fuente muy pintoresca, a la que daban sombra algunos álamos; pero, en realidad, lo que hacía era tomar el sol con este pretexto, pues en más de tres horas que estuve allí, embobado con el ruidito del agua y de las hojas de los árboles, apenas si tracé cuatro rayas en el papel del dibujo.

Sentado estaba, como digo, pensando, según vulgarmente se dice, en las musarañas, cuando pasaron por delante de mis ojos dos mariposas blancas como la nieve. Las dos iban revoloteando, tan juntas, que al verlas me pareció una sola. Tal vez habían roto ambas a un mismo tiempo la momia de larva que las contenía y, animándose con un templado rayo de sol, se habían lanzado a la vez, en su segunda y misteriosa vida, a vagar por el espacio.

Esto pensaba yo, cuando las mariposas volvieron a pasar delante de mí y fueron a posarse en una mata de campanillas azules, entre las que se detuvieron algunos segundos, sin que dejasen de palpitar sus alas. Después tornaron a levantar el vuelo y a dar vueltas a mi alrededor. Yo no sé qué querían de mí. Sin duda en el instinto de las mariposas hay algo de fatal que las lleva a la muerte. Ellas se agitan, como en un vértigo, alrededor de la llama que no las busca; ellas parece como que nos provocan, estrechando los círculos que describen en el aire en torno a nuestras cabezas, y las ahuyentamos, y vienen de nuevo.

Yo no sé qué querían de mí aquellas mariposas, aquéllas precisamente, y no otras muchas que andaban también por allí revoloteando; yo no lo sé ni me lo he podido explicar nunca, pero lo cierto es que yo debía matar a una, y maquinalmente, no queriendo, no esperando cogerla, tendí la mano al pasar por la centésima vez junto a mi rostro, y la cogí y la maté. Sentí matarla, como sentiría que una noche se me cayeran los gemelos de teatro desde el antepecho de un palco y matasen a un infeliz de las butacas, lo cual no me ha sucedido nunca, aunque muchas veces he pensado que podría sucederme.

Esta es la historia de la mariposa; vamos a la de la araña.

La araña vivía en el claustro de un monasterio ya ruinoso y casi abandonado. Allí se había hecho una casa, tejida con un hilo oscuro, entre los huecos de un bajorrelieve.

Yo entré un día en el claustro y desperté el eco de aquellas ruinas con el ruido de mis tacones. Y se me ocurrió, lo primero, que los claustros se habían hecho para los religiosos que llevaban sandalias, y comencé a pisar quedito, porque hasta mí me escandalizaba el ruido que hacía, siendo tan pequeño, en aquel edificio tan grande.

El cielo estaba encapotado, y el claustro recibía la luz por unas ojivas altas y estrechas que lo dejaban en penumbra de modo que, aunque todo me hacía ojos, no podía ver bien los detalles del bajorrelieve que había empezado a copiar.

El bajorrelieve representaba una procesión de monjes con el abad a la cabeza y servía de ornamento a los capiteles de un haz de columnas que formaban uno de los ángulos. No sé en dónde encontré una escalera que apoyé en el muro para subir por ella y ver los detalles; el caso es que subí, y cuando estaba más abstraído en mi ocupación, como me estorbase para examinar a mi gusto la mitra del abad una tela oscura y polvorienta que la envolvía casi toda, extendí la mano y la arranqué, y de debajo de aquella cosa sin nombre, que era su habitación, salió la araña.
Una araña horrible, negra, velluda, con las patas cortas y el cuello abultado y glutinoso.

No sé qué fue más pronto, si salir el animalucho aquel de su escondrijo, o tirarme yo al suelo desde lo alto de la escalera, con peligro de romperme un brazo, todo asustado, todo conmovido, como si hubiese visto animarse uno de aquellos vestiglos de piedra que se enroscan entre las hojas de trébol de la cornisa y abrir la boca para comerme crudo.

La pobre araña, y digo la pobre, porque ahora que la recuerdo me causa compasión, la pobre araña, digo, andaba aturdida, corriendo de acá para allá, por cima de aquellos graves personajes del bajorrelieve, buscando un refugio. Yo, repuesto del susto y queriendo vengarme en ella de mi debilidad, comencé a coger cantos de los que había allí caídos, y tantos le arrojé que al fin le acerté con uno.

Después que hubo muerto la araña, dije: «¡Bien muerta está! ¿Para qué era tan fea?». Y recogí mi cartera de dibujo, guardé mis lápices y me marché tan satisfecho.

Todo esto es una majadería, yo lo conozco perfectamente; pero ello es que andando algún tiempo, decía yo, apretándome la cabeza con las manos y como queriendo sujetar la razón que se me escapaba: «¿Por qué da vueltas esa mujer alrededor de mí? Yo no soy una llama y, sin embargo, puede abrasarse. Yo no la quiero matar y, a pesar de todo, puedo matarla». Y después que hubo pasado todavía más tiempo, pensé y creo que pensé bien: «Si yo no hubiera muerto la mariposa, la hubiera matado a ella».

En cuanto a la araña..., he aquí que comienzo a perder el hilo invisible de las misteriosas relaciones de las cosas, y que al volver a la razón empieza a faltarme la extraña lógica del absurdo, que también la tiene para mí en ciertos momentos.

No obstante, antes de terminar diré una cosa que se me ha ocurrido muchas veces, recordando este episodio de mi vida. ¿Por qué han de ser tan feas las arañas y bonitas las mariposas? ¿Por qué nos ha de remorder el llanto de unos ojos hermosos, mientras decimos de otros: «Que lloren, que para llorar se han hecho»?

Cuando pienso en todas estas cosas, me dan ganas de creer en la metempsicosis.

Todo sería creer en una simpleza más de las muchas que creo en este mundo.
Gustavo Adolfo Bécquer ♥.